Alguien dice que este hotel se ha vuelto un objeto de culto. Suena exagerado, a mi entender, pero como voy a permitirme la licencia de la primera persona (odio la primera persona en ciertos contextos discursivos; éste es uno de ellos), también voy a permitirme la licencia de la credulidad. Digamos que es cierto, digamos que es un objeto de culto. Gran cosa. Hay muchos objetos de culto por acá.
Es la ciudad de Azul y el hotel, que está al frente de la plaza central, lleva el pomposo y explícito nombre de Gran Hotel Azul. Ya es de madrugada mientras escribo. La plaza, vacía, silenciosa, observada a través del cristal de la ventana, se vuelve pura iconografía. Cinematográfica, si no hay otra forma de decirlo. La aritmética es sencilla. La plaza la diseñó el arquitecto Francisco Salamone, al igual que diseñó el pórtico del cementerio municipal y el matadero de la ciudad.
Salamone, el solo nombre de Salamone, ya se acomoda en la categoría “de culto”. Cuando el director Mariano Llinás filmó la película Historias extraordinarias (2008), cuando colocó a Salamone en el corazón de la narración y a uno de los personajes en una habitación de este hotel, devolvió a las tradiciones del interior de la Provincia de Buenos Aires una suerte de potlatch que todavía no pudo ser correspondido con un potlatch mayor. La película es maravillosa, inteligente, una pieza de relojería perfecta.
Pero es también un techo, un límite: los primeros cinco minutos y medio del capítulo XV deHistorias extraordinarias, titulado “El hijo del diablo”, abarcan y agotan todas las leyendas sobre Salamone.
Como artefacto folklórico, como “transmisor de la leyenda” (por usar una antigualla conceptual de los folkloristas Linda Dégh y Andrew Vázsonyi), esos cinco minutos y medio no pueden ser mejorados. O al menos a mí no se me ocurre cómo pueden ser mejorados. Es una paradoja extraña para alguien que – lo admito— cree a ciegas en una baladronada de Greil Marcus en Rastros de carmín: que los verdaderos misterios no pueden resolverse pero pueden convertirse en misterios mucho mejores. ¿Pero cómo convertir el misterio de esos cinco minutos y medio en un misterio mucho mejor?
Entonces estoy sentado en el hotel devenido en objeto de culto, mirando la plaza de madrugada (banderitas de colores bailotean sobre el diseño feroz que Salamone le dio a bancos, la fuente, los postes de luz; sobre el diseño de un pasado que debía ser futuro pero que simplemente fue eso, otra versión del pasado), conjugando historias como el tipo de la película. Todavía no veo la relación con Miguel de Cervantes, pero algo saldrá eventualmente. Ya volveremos sobre eso después.Ahora permítanme contar algo sobre el cementerio y sobre Salamone.
En el interior del cementerio hay una puerta de rejas que conduce a un antiguo y estrecho espacio de la necrópolis: las parcelas reservadas para los ateos y para los suicidas. El detalle suele pasarse por alto. Es lógico que así sea, una puertita de rejas no tiene con qué pelearle al gigantesco Ángel de la Muerte, estoico frente a unas descomunales letras de RIP, que Salamone proyectó y construyó en 1938. En apenas cuatro años, entre 1936 y 1940, este arquitecto ítalo-argentino dejó regadas en el interior de la Provincia de Buenos Aires, en unos veinticinco municipios, unas sesenta obras, especialmente plazas, mataderos, portales de cementerios y edificios municipales, a mitad de camino entre el Art Decó, el futurismo, la película Metrópolis y alguna pesadilla arquitectónica fascistoide del periodo de entreguerras europeo.
Dicen que el pórtico del cementerio de Azul es su obra maestra, su artefacto más desmesurado y apabullante, su definitivo pacto con el diablo.
—Parece algo malo, algo oscuro —dicen que el intendente de Azul le dijo a Salamone, espantado, el día de la inauguración—. Parece construido por el diablo.
—No sea ingenuo, doctor —dicen que el arquitecto respondió al intendente, sonriendo con malicia—. El diablo nunca habría llegado tan lejos.
Es un buen cuento, plagado de “dicen”, acaso demasiado bueno para ser cierto. Llinás recoge el cuento en su película, o quizás lo inventa allí mismo. No importa. Los monumentos siguen de pie, impasibles y dominantes, como prueba de ello.
El portón de rejas tiene grabada una calavera, como ésas que salen en los barcos piratas y en los frascos de raticidas. Señala que del otro lado, en ese terreno rectangular, angosto, tangencial, están enterrados los que se suicidaron y los que no profesaban religión. Como objeto sobrenatural, la calavera advierte a desprevenidos y custodia ese espacio específico del cementerio, separando las aguas místicas, dividiendo las almas de quienes parecen haberse ganado la entrada al cielo de las almas de quienes todavía pululan entre los monumentos de cadáveres y cemento.
Me conmueven, algo, las lápidas más “prácticas”, las que parecen no apelar a ningún sentimentalismo trasnochado y lleno de clichés; anoto ésta: “Francisco Franco falleció el 17 de septiembre de 1936 a los 63 años, su esposa le dedica este recuerdo”. Sin cruces, sin signos, sin plegarias a Jesucristo. “Su esposa le dedica este recuerdo”, me suena bellísimo.
Las lápidas ostentan un elitismo orillero conmovedor. Algunas tumbas no reciben flores desde hace cincuenta, ochenta, cien años. Otras comienzan a perder la nitidez de los nombres y las fechas. Muchas, las más antiguas, están escritas en inglés. Abundan los signos masónicos, y aunque las masonerías siempre me han parecido grupos de personas que se juntan a jugar al dominó y tomar cerveza, sí que es interesante descubrir sus contraseñas y gritar “¡piedra libre!”, como si de las escondidas se tratara (ahora que lo escribo, las masonerías bien podrían tener mucho en común con jugar a las escondidas). Uno puede pasarse la tarde intentando descubrir a los suicidas, tratando de distinguirlos de los no-creyentes, tomando como premisa metodológica que los de veintipocos años integraban el primer grupo y que los más viejos, ya sabios y desilusionados, habían renunciado a otorgarle algún sentido místico a todo este gran sinsentido.
En el cementerio, ya de nuevo en el sector de los salvados, también está enterrado Ronco. Ni suicida ni ateo, se ve. Bartolomé J. Ronco, nacido en 1881 y fallecido en 1952, abogado, filántropo, carpintero amateur, amigo de celebridades literarias, bibliófilo empedernido que amasó la colección de volúmenes de Miguel de Cervantes más amplia fuera de España y dio piedra libre (seguimos con las escondidas) para el festival cervantino cuya quinta edición justifica mi presencia en este hotel, en esta madrugada, escribiendo tontamente en primera persona a fin de no repetir las observaciones que hice en años anteriores para este periódico y esta revista. Ésa es una razón. Otras razones son menos simpáticas y más prácticas. Las contaré luego. O no las contaré.
Pero antes de continuar quiero hablarles de un muñeco. No. Antes quiero decir algo sobre unas remeras. Luego volveré al muñeco. Son naranjas y están buenísimas, las remeras. Mentiría si dijera que las uso para dormir o para lavar el coche (es un coche imaginario, ni siquiera tengo registro), aunque mentiría también si dijera que las uso para una primera cita con alguna chica soñada. Están bien para salir a dar una vuelta o para juntarse a comer pizza con los amigos. ¿Ya mencioné que son naranjas?
Los organizadores y colaboradores se pasean con esas remeras en los eventos del Festival; se los identifica a siete kilómetros de distancia. Manoteé algunas en años anteriores y ya recibí la versión 2011. Lo que interesa es la inscripción, amplia, llamativa, estampada en el pecho de estas remeras: SOY QUIXOTE.
Hasta la publicación de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, la obra cumbre de Miguel de Cervantes Saavedra de 1605 y ―reza la convención inapelable― de la lengua española, quijote (quixote) no era más que una pieza de la armadura destinada a cubrir el muslo de los caballeros (la primera referencia documentada es de 1593, pero ya se sabe que los señores que hacen diccionarios se toman su tiempo). Venía de cuxot, del catalán cuixot, derivado de cuixa: ‘muslo’.
En el siglo XVII, luego de la publicación del libro, decir “un Quijote” implicaba decir “un grandísimo loco”. En el capítulo II de la Segunda Parte, publicada en 1615, Don Quijote le pide a Sancho que le cuente qué dice la gente sobre él y sus aventuras. “Dime, Sancho amigo, ¿qué es lo que dicen de mí por ese lugar, en qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se plática del asumpto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca?”.
Sancho se ataja ante cualquier enojo y luego le suelta que sus aventuras ya están impresas en un libro, que el vulgo ―dice el escudero― “lo tiene a su merced por grandísimo loco y a mí por no menos mentecato”. Para esos lectores ―los que leían el texto, los que leían el texto dentro del texto― estaba claro que la novela era una parodia de las novelas de caballería. Hacia fines del siglo XVIII esta lectura menguaba. La “parodia” dejó sitio a la “actualización de género” y el hidalgo pasó de loco rematado a héroe romántico. Aunque no fue un tránsito tan veloz como se supone.
Los diccionarios del siglo XIX no mencionan ningún atributo heroico en el adjetivo “quijotesco”. El significado que se otorga en volúmenes como la 9º edición del Diccionario de la Lengua Castellana de la Real Academia Española, de 1843, o elDiccionario General Etimológico de la Lengua Española, de 1882, hablan de “acciones ridículamente serias”, de hombres “ridículamente serios y graves” (la palabra “ridículo” se repite), de defensores de “cosas que no le atañen”. Pero ya en el siglo XX ningún diccionario omitía que un quijote es “el hombre que pugna con las opiniones y los usos corrientes por excesivo amor a lo ideal” y que “hacer el quijote” es “luchar por ideales o causas que se tienen por nobles o justas”. Del pobre tipo chiflado como una cabra del que habla el libro de Cervantes ni noticias.
Esto explica por qué alguien puede pasearse por las calles de Azul con una remera naranja que reza SOY QUIXOTE sin que nadie lo tome por tarado o por chiflado o por algo peor. Y cuando digo “algo peor” me refiero al muñeco que dejamos abandonado un par de párrafos más arriba. Un grandísimo loco, pero para nada simpático. Se llamaba Mateo Banks, también conocido como Mateocho, por haberse cargado a ocho personas y haber adquirido el rótulo de primer asesino múltiple de la historia policial argentina. Sucedió acá en Azul, en 1922, el muñeco está en Ushuaia. Pero ya volveremos a Mateocho, luego.
Todavía quedan algunas historias extraordinarias que me gustaría contarles. Muchas de ellas, casi todas en realidad, ya se han vuelto objetos de culto. Y algunas pueden convertirse todavía en misterios mucho mejores.