Nota del diario "Tiempo Argentino" ubica nuevamente en el centro de atención al Festival Cervantino



FIESTA EN AZUL

Las aventuras del Quijote y su escudero por los pagos azuleños

Por Ivana Romero

 

Declarada ciudad cervantina por poseer la mayor colección privada en América Latina de ejemplares de la famosa obra de Cervantes, cada año lo celebra con un festival popular. 

 

De todos los mails que había en su casilla, a José Manuel Lucía Megías le llamó la atención uno, encabezado con las palabras “Quijote” y “Azul”. Para él –catedrático de Filología Románica en la Universidad Complutense y coordinador del Centro de Estudios Cervantinos de Alcalá de Henares, allí donde nació Miguel Cervantes– que alguien le hiciera consultas sobre el mítico hidalgo no era novedad. Pero, ¿Azul? ¿Algún alma poética quería seducirlo citando el libro de Rubén Darío que a él tanto le gusta? El mail se refería a una colección privada de ejemplares del Quijote; el catedrático quiso saber más. A los pocos meses llegó a Azul, una ciudad de unos 60 mil habitantes, a 290 kilómetros de Buenos Aires. 

Allí se encontró con la biblioteca del doctor Bartolomé Ronco, un abogado porteño nacido en 1881, que en 1908 se radicó en la ciudad bonaerense y transformó la historia del lugar. Un tipo muy inquieto, según acuerdan los vecinos azuleños. Entre otras cosas, integró la comisión municipal que determinó 1832 como año fundacional del lugar, creó el Museo Etnográfico, al que donó su colección de platería gauchesca y mapuche, presidió la Biblioteca Popular e ideó la revista Azul, ciencias y letras. También organizaba tertulias de las que participaban Norah Lange, Rafael Alberti y un jovencísimo Jorge Luis Borges, según consta en el libro de visitas de la casa. Cuando su hija adolescente falleció de modo repentino, él y su esposa María de las Nieves Jiménez (en Azul todos la conocían como “Santa”) le dedicaron un cantoncillo –se trata de una plazoleta de estilo andaluz–, que hoy sigue estando en una esquina cerca del centro, quizás como un modo altruista de trascender el dolor íntimo. 

Al morir, en 1952, dejó una colección de ediciones de Don Quijote que él mismo expuso por única vez en 1932 para el Centenario de Azul. La idea de quienes preservan el legado de Ronco era exhibir nuevamente esos libros para celebrar el cuarto centenario de la publicación del Quijote y el Congreso de la Lengua Española que por entonces, en 2004, se hizo en Rosario. De allí la convocatoria a José Manuel Lucía Megías. Nadie imaginaba que, tres años después, Azul sería declarada Ciudad Cervantina por la Unesco, una distinción que en América Latina sólo comparte con Guanajuato, en México.

Lucía Megías se encontró con unos 1200 ejemplares alineados en bibliotecas hechas a medida porque Ronco, además, se dedicaba a la carpintería en el taller San José, que tenía en el fondo de su casa. Allí había, entre otras rarezas, una edición antiquísima, de 1697, escrita en español y editada en Bélgica; una edición de 1812 con el ex libris de la Biblioteca Real (esos cuatro tomos pertenecieron a la Reina Cristina de España); una lujosísima de 1863 con ilustraciones de Gustave Doré (un grabador francés exquisito, que en verdad deseaba ser reconocido como pintor). “Es la colección privada más importante de América Latina”, afirmó el catedrático, que desde entonces vuelve cada año a la ciudad para participar del Festival Cervantino que se realiza en noviembre.

Santa, que sobrevivió a su marido unas tres décadas, se encargó de cuidar la casa familiar hasta que ella también murió. El lugar permaneció parcialmente cerrado hasta 2007. Mientras tanto, funcionó como hemeroteca y como espacio para la realización de obras teatrales, pero también padeció incendios, inundaciones y algún saqueo nocturno. Sólo dos habitaciones se mantuvieron imperturbables al paso del tiempo: las que atesoraban los ejemplares de Don Quijote.

“Allí estaban los libros, sólo cubiertos de polvo, cuando se inició el trabajo de recuperación de la biblioteca”, cuenta Eduardo Agüero, coordinador ejecutivo de Casa Ronco, mientras se calza unos guantes para no dañar los libros que va mostrando. En una vitrina de la entrada (la casa conserva sus habitaciones y mobiliarios originales) se exhibe el ejemplar más antiguo de la colección, de 1672. Una nota ofrece algunos detalles para bibliófilos: explica, por ejemplo, que se trata de la primera edición del Quijote en lengua inglesa, hecha por Thomas Shelton. La notita en sí es un objeto para atesorar. Lleva la firma del escritor Julian Barnes, que donó el libro en 2008.

“Azul tiene dos cosas fundamentales –explica Lucía Megías−: por un lado, una biblioteca imponente. Pero, además, lo que la hace acreedora al título de ‘ciudad cervantina’ no es sólo una colección de libros, sino el espíritu quijotesco que la hace encarar proyectos colectivos hacia el futuro”. Por ejemplo, este año 4000 chicos de las escuelas locales se dedicaron a estudiar la segunda parte del Quijote (el año pasado se ocuparon de la primera) y lo ilustraron para un libro. 

“El festival cervantino es una manera de involucrar a toda la comunidad en la celebración”, explican Mariela Tancredi y Maya Vena, coordinadoras ejecutivas del festival. Y reconocen que, en una sociedad de tradición conservadora, no todo el mundo se lleva bien con la idea de adoptar un patrono antiheroico e irreverente, con carnadura de tinta. Agustina Bauché, una chef de 31 años, que luego de trabajar en Buenos Aires decidió volver a su lugar natal, propuso que la ciudad tuviese un plato típico. Junto a un grupo de instituciones, convocaron a un concurso gastronómico. Ganó un postre llamado Dulcinea, una cheesecake con base de amarettis, almendras, miel y una mermelada que se prepara con naranjas amargas, provenientes de los árboles bordean las calles azuleñas.

Algunos mitos locales tienen una impronta quijotesca, con más o menos evidencia. Así lo testimonió Mariano Llinás en su mega película, Historias Extraordinarias, al detenerse en el ángel de más de tres metros de altura que custodia la entrada del cementerio. Esa y otras obras que parecen escenografías imponentes y racionalistas de un progreso que nunca llegó a su cúspide fueron ideadas por el arquitecto Francisco Salamone durante la década de 1930, cuando Azul era una de las ciudades más pujantes del interior bonaerense. 

También perviven los rastros del artista Carlos Regazzoni, que se instaló un tiempo allí. En la costanera Cacique Catriel, una obra suya construida con chatarra de los galpones municipales recuerda a Don Quijote, Sancho Panza, Dulcinea y también al “galgo corredor” al que hace referencia Cervantes apenas comienza la novela. Además, Regazzoni se hizo cargo de la panadería La Hermosura, la más antigua de Azul, que se abrió en 1854. El artista dejó plantados en la vereda unos insectos gigantes, hechos con  piezas de autos, y unos pajaritos de lata, disimulados ente las rejas. También dejó un cartel que promete “pizza culona”, ya que, dice la leyenda, el secreto es aplastar la masa con las asentaderas. Ahora, a cargo de la panadería están Lucrecia Ferreira y su marido Miguel Galiccio. Él amasa los panes que Regazzoni diseñó: ñandúes, cocodrilos y trenzas. También, un pan con forma de cara que, de acuerdo a las instrucciones precisas de su autor, siempre debe tener gesto adusto. “Regazzoni se peleó con alguien y en su ‘homenaje’ creó este pan”, explican los Galiccio, que se llama “pobre Luis”. Es que en todos lados hay caballeros que siguen peleando a punta de lanza contra los prejuicios ajenos. Cada cual, en su época. Y a su modo. <

 

Fuente: http://tiempo.elargentino.com/notas/las-aventuras-del-quijote-y-su-escudero-los-pagos-azulenos