"Página 12" estuvo en Azul durante el Festival Cervantino...


Además de por su obra El Quijote, Carlos Regazzoni es célebre en Azul por sus “pizzas culeras”.


EN AZUL SE REALIZO EL TERCER FESTIVAL CERVANTINO DE LA ARGENTINA

Historias de una ciudad “manchega”

En la localidad bonaerense, una de las dos de América declaradas como “cervantinas” por la Unesco, los personajes harían las delicias del Manco de Lepanto.

Por Facundo García

Desde Azul

 

“Festival Cervantino de la Argentina”, decía la invitación con la imagen del Quijote, y era difícil no sentir la tentación de ir a constatar si a esta altura la humanidad deja espacio para una pizca de espíritu caballeresco. Hasta ayer, la cita fue en Azul, que por tercer año organizó un encuentro rebozante de actividades –con la idea de vincular lo cervantino con la diversidad cultural latinoamericana–, que fueron de las artes plásticas hasta las payadas, pasando por la danza y los desfiles callejeros. A poco de llegar, la ciudad ubicada en el centro de la provincia de Buenos Aires invitaba a preguntarse si Alonso Quijano no habría cambiado los pagos manchegos por la pampa. A través de vecinos como el paisano astrónomo, el jubilado que se convierte en cacique o la familia de panaderos que elabora una inquietante “pizza culera”, la respuesta fue saliendo sola a medida que pasaban los días (y los asados).

En América hay sólo dos “Ciudades Cervantinas”, título que otorga la delegación de la Unesco en Castilla la Mancha. Una es Guanajuato, en México; la otra es Azul. En el caso de la localidad bonaerense, la razón original de su nombramiento estuvo relacionada con la biblioteca del fallecido abogado Bartolomé Ronco, donada a la comunidad por su familia, en cuyos estantes hay ediciones muy valiosas. ¿Estarán en Azul los últimos Quijotes? El remisero de la terminal mira por el espejito rectangular como si le hablaran de armaduras antiguas; aunque cuando comprende el sentido de la consulta simplemente sonríe y no quiere cobrar el viaje. Tal vez sea mejor rastrear directamente a “los personajes del pueblo”. Ahí es donde surge, como si se tratara de una celebridad, el nombre de Juan de Dios Tello. “Siempre anuncia que va a estar en tal o cual esquina y pone su telescopio para que la gente mire. Es un tipo muy humilde, no pide nada a cambio”, chusmea una mujer sin dejar de hamacar a su bebé.

 

Estrellas

El Festival Cervantino es la oportunidad para que los azuleños se luzcan, y efectivamente Juan de Dios aparece en la primera noche con su aparato, su barba de Galileo y una campera marcada por los remiendos. A su alrededor, una fila de pibas le pide ver las estrellas y él accede con la elegancia ganada en sus 68 años. Mientras las constelaciones arrancan suspiros juveniles, el baqueano del cielo rememora cómo nació su pasión por los astros. “Mi papá era peón, y como no teníamos radio ni tele, leía. Lo que pasó fue que en vez de entusiasmarse con la cuestión gauchesca consiguió unos libros de Julio Verne”, cuenta. Tello sospecha que eso alteró las costumbres del campo donde vivía. Cuando su viejo se integraba a los fogones, se paraba la guitarreada y ya nadie quería oír rimas telúricas. Le pedían, en cambio, que relatara De la Tierra a la Luna o Viaje al centro de la Tierra. Obviamente, Juan admiraba a su padre, y pronto se sumergió por propia iniciativa en las obras de astronomía y óptica que había en la Biblioteca Popular de Azul. Según confiesa, se le empezó a llenar de ideas la cabeza. “Mi primer telescopio lo hice con un termo. Nadie confiaba en que se iba a ver algo, hasta que miraron”, se agranda. Hoy maneja una pensión que le permite “vivir con lo justo” ; y con las monedas que le dejan los que deciden aportar en la alcancía que coloca al lado del telescopio se financia “los vicios”: yerba, tabaco y azúcar. Al despedirse anticipa que quizá viva lo suficiente para cumplir su fantasía de inaugurar un gran observatorio en su barrio. Y ahí queda, oteando el estrellaje y rodeado de mujeres.

 

El Quijote y la “pizza culera”

Entre vino, parrilladas y caminatas asoma una perspectiva distinta del paisaje netamente sojero y lleno de camionetas que dejó estampado en el discurso mediático la cobertura del lock out patronal. En eso colabora el acervo arquitectónico y artístico que se reparte por la comarca. Las esculturas que ha dejado Carlos Regazzoni, y la huella trazada por el arquitecto Francisco Salamone en el ex matadero municipal son joyas que certifican esa variedad. Al pasar por el cementerio -–otro legado de Salamone–, un lugareño ironiza sobre lo desproporcionado del monumento que hay en la entrada: “¿Sabe lo que significa ese `Requiescat in pace`? Yo lo traduzco como `es imposible de pagar`”.

Sobre Regazzoni se rumorea bastante, para bien y para mal. Primero, porque tanto El Quijote como El malón -–dos obras en chapa y hierro– se han convertido en referencias. Segundo, porque “el Gordo ha ido dejando tras de sí un tendal de leyendas que van desde su supuesto ingreso a uno de los hoteles más importantes de la zona al grito de “¿qué miran, viejas tirapedos?” hasta la creación de panes especiales para burlarse de sus enemigos. De hecho, en la panadería La Hermosura –que pertenece al escultor y administran Miguel y Lucrecia–, los panes “de autor” siguen siendo un componente clave. Se venden, por ejemplo, masas con la forma de “las manos de Perón”. Hay quien prefiere encargar la “pizza culera”, que según los que amasan se hace con las manos, pero de acuerdo con el mito logra su punto justo sólo si sobre la masa se apoya el trasero de una dama. Incluso hay un pan que se llama Pobre Luis. “Luis es un tipo que se peleó con Carlos”, revela Lucrecia. “Por eso lo moldeó con esa cara triste, expuesto ahí para que la gente lo compre y lo coma junto con el mate.”

Días más tarde empieza el desfile de Cabezudos. La idea fue de Omar “Chirola” Gasparini, un artista de Azul que actualmente vive en Capital y colabora con el grupo Catalinas Sur. Se propuso a los chicos de las escuelas que salieran a recopilar historias y que a partir de sus hallazgos confeccionaran títeres gigantes. A orillas del arroyo, cientos de nenes y nenas se florean encarnando los incontables personajes que conocieron por boca de papás, abuelos y tíos. Un muñeco simboliza al Jinete Negro, que ganaba todas las carreras. Un poco por detrás se aproximan las figuras de Papelito, “el último circo criollo”, que todavía existe y que hasta no hace mucho pedía que cada uno llevara su silla; al tiempo que anunciaba la presencia de Los Cantores del Alba, que resultaban ser dos gallos cacareando mientras un payaso los agarraba por el cuello. “No puede ser”, descree el cronista cuando un abuelo enumera estos pormenores y le alcanza un mate. Entonces el señor enarca las cejas, ofendido para el resto de la eternidad.

 

Contar con imágenes

Penumbra, ruido de tempestad. Se ve un cacique a caballo, que mira a lo lejos desde una cima. En eso, le cae un rayo en la cabeza y la espalda. Da miedo que termine chamuscado, y sin embargo mantiene el gesto altivo. Títulos en pantalla: Auca Nahuel. Se trata de un film dirigido por Jorge Omar Pérez, empleado municipal que –cual caballero andante de los fotogramas– vio tantas películas que decidió largarse a contar desde su propio punto de vista. “Estoy aprendiendo detalles técnicos a partir de los apuntes que me da mi hija, que estudia cine”, se sincera. La mirada de Pérez tiene su encanto. Es una especie de Carlos Sorín sin presupuesto. Ya sorprendió con un film sobre la vida de Bartolomé Ronco, en el que participó Víctor Laplace. Ahora su nuevo largometraje -–una patriada, si se consideran las limitaciones que conlleva rodar en la zona– se refiere a la rebelión del último cacique pampa del sur bonaerense, allá por 1875. Se basa en la novela que escribió el pediatra azuleño Eugenio Cordeviola. Todo, desde las pelucas hechas con pelo de caballo hasta las vinchas, salieron de la buena onda de la comunidad y del esfuerzo colectivo. El director se emociona: “Fue impresionante. Los actores llegaban en bicicleta y si les había sobrado morfi de un cumpleaños hasta aportaban el catering”.

Es un cine sin pudores. Se multiplican los galopes, las escenas de amor y hasta las luchas con boleadoras. En el estreno las secuencias se proyectan en la sala del cine Flix –-”nos cobró ochocientos pesos por una sola pasada”, denuncia el staff– y se oyen comentarios del tipo “¡ahí vengo yo!” o “¡aquel parece un indio de verdad!”. El reflector dispara los rasgos de Rafael Cabrera, zapatero de barrio, luciendo un poncho en medio de un parlamento de caciques, lo que provoca murmullos y felicitaciones. El cacique Auca Nahuel y la india Huetel, los protagonistas, no son otros que el jubilado Neldo Hernández y la abogada Natalia Martín. Neldo, de sobrio traje, está exultante. Fue uno de los que impulsaron la iniciativa desde el principio. Por otro lado, pudo ponerse a tono con las exigencias físicas del rol de guerrero a pesar de su edad y no desentonó en las escenas que grabó con su joven partenaire. “Cumplí un sueño”, sintetiza. Si ésta no es la diversidad...

 

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/2-16015-2009-11-16.html