Un 29 de febrero de 1912 caía la Piedra Movediza
ESA HISTÓRICA CASONA DE PIEDRA
"En 1890 su marido, Domingo Conti, había terminado de construir el solar como una réplica del inmueble que dejó en su Italia natal, y desde allí gobernaba el universo de una de las canteras más emblemáticas del pueblo.
Celestina abrió los postigos para que la suave brisa de aquella tarde luminosa de febrero renovara el aire de la casa. Se detuvo un instante en la contemplación del sortilegio de cuatrocientos treinta y cuatro toneladas de granito suspendido al borde del abismo, y cuando bajó la vista y encontró los ojos diáfanos de Yolanda escuchó el estruendo.
Supo entonces que aquella imagen la iría a perseguir por el resto de su existencia: un golpe seco cuyo eco volvería a retumbar en el fárrago de insomnio en que se convirtieron sus noches luego de aquel atardecer de espanto. En su retina quedó congelada la última imagen, rota en tres fragmentos: la Piedra cayendo al vacío, una humareda blanca nublando el cielo, y las siluetas de dos hombres huyendo del cerro a campo traviesa".
COMO EL TANGO… NUBES DE HUMO…
"La nube de humo se disipó en pocos minutos, pero Celestina tuvo toda la vida para preguntarse si ese aroma amargo que había quedado flotando en el aire pertenecía al constante olor a pólvora instalado hasta en el rincón más remoto de la cantera, o, en su defecto, a la dinamita que la tradición oral de su familia relacionaría con la voladura de la Piedra.
Tomó en brazos a Yolanda y buscó la planta baja de la casa. Había pasado buena parte de su vida en ese universo de hombres y mujeres marcados por la dureza del destierro, y estaba acostumbrada al estrépito de los barrenos que partían a la mitad los gigantescos bochones de granito; si de algo se sentía segura era de la infalibilidad de su instinto atávico para reconocer el olor acre de la pólvora mientras regaba las centenares de especies herbóreas que su marido había hecho traer de los puntos más distantes del mundo y que convertían a su jardín en una suerte de Babel botánico, un aleph silvestre que era el orgullo de la familia.
El vergel había estado a cargo del afamado diseñador Carlos Thays, responsable, entre otras maravillas, de la construcción del Jardín Botánico de Buenos Aires. Domingo Conti lo había hecho venir desde Capital Federal y había invertido una pequeña fortuna en el único deseo que le había reclamado Celestina: su magnífico jardín cosmopolita. La historia de amor entre ambos así lo ameritaba".
HISTORIAS Y AMORES DE INMIGRANTES
"Domingo Conti había llegado a América a los veintitrés años, huyendo de la guerra que asolaba Italia; bajó de un barco en Brasil cargando su dote familiar a cuestas: un baúl repleto de libras esterlinas. Luego se trasladó a Mar del Plata hasta que finalmente recaló en Tandil. En Italia había dejado a Telmo, un amigo en común tanto de la familia Conti como de Stipcovic. De su boca oyó por primera vez el nombre de Celestina. Cierta tarde llegó a la cantera una carta con tres fotos: allí estaban los rostros de Celestina, Uda y Ana. Eran las hermanas Stipcovic.
Domingo eligió a la muchacha de ojos de almendra y luego devolvió la carta pero con su propia fotografía en el interior del sobre. Al otro lado del océano Celestina atisbó un rostro signado por el ancestral mandato de que un hombre ha sido puesto en esta vida para formar una familia. De modo que bajo esta consigna de hierro el canterista hizo embarcar a aquella muchacha de intocada hermosura desde su Yugoslavia natal hasta el remoto Tandil.
Así, formalizaron un casamiento por poder, de modo tal que vivieron un largo tiempo en aquella casa de piedra sin tutearse ni tocarse una uña, bajo el mismo techo pero durmiendo en cuartos separados, hasta que una mañana, mientras compartían el desayuno se miraron con los ojos aturdidos por la súbita revelación de que si la vida los había puesto ahí, en los suburbios del mundo, entonces era el momento de darse cuenta de que eso debería ser el amor.
Ella sonrió y lo abrazó como aferrándose a la última rama de un árbol aún de pie en medio del naufragio del exilio, y de aquel romance alborotado por la demora nacieron quince hijos, entre los que sólo once sobrevivieron a las penurias de una época donde todo parecía tocado por el infortunio.
Con sus manos, Domingo Conti construyó la fuente de agua de un solo cuerpo, de piedra blanca, que pulió con paciencia de artesano en las horas que le distrajo al trabajo en el silo de la cantera, casi siempre, o en la administración de la fonda que daba de comer a los trabajadores picapedreros.
La cantera de Domingo Conti se había hecho célebre porque el progreso había tocado a su puerta antes que al resto de la vecindad: fue el primer establecimiento en disponer de un aparato que constituyó la prehistoria del teléfono. Para romper la incomunicación de la Movediza con el pueblo, Conti hizo traer el telégrafo desde Italia y el aparato, al que se lo conoció como el telégrafo 21, terminó por derrotar en fama al símbolo espectral que supo exhibir la laguna de la cantera.
Según la tradición oral, el espejo de agua se había formado en el profundo hoyo de una cava donde tiempo atrás se había ahogado una niña y las madres de los picapedreros, para prevenir nuevas desgracias, habían agitado ante sus hijos el espíritu endemoniado de "la Paulina", postulando la conveniencia de no acercarse a la laguna dado que en su interior resistía el fantasma vengativo de la ahogada.
Este terror primitivo sólo competía con la imagen de la Escuela de las Orientalas, de la calle Chacabuco, camino a la lechería de los Arrillaga, y cuya disciplina marcial se había ganado una fama de espanto entre los alumnos.
¡SE CAYO LA PIEDRA!
Domingo Conti estaba en Tandil cuando escuchó la explosión que sacudió la tierra y arrancó al pueblo del letargo melancólico de la siesta. Asustado, llamó al telégrafo de la cantera y lo atendió la voz de su esposa, aún invadida de perplejidad.
-¿Qué pasó, mujer?-, preguntó el canterista temiendo lo peor.
-¡Se cayó la Piedra, Domingo!- gritó Celestina.
En ese mismo momento Pedro Berriry, el encargado del movimiento de trenes de la cantera, quien vivía en el vagón de carga que le servía de casa, allí donde habían nacido sus ocho hijos, iba a escribir textualmente y de puño y letra en una hoja de papel donde se consignaban las crónicas de familia de entonces, la siguiente anotación: "A las 5.15 p.m. se cayó la Piedra Movediza, á los veintinueve días de Febrero de mil novecientos doce, á las 5.15 p.m. hora oficial".
Una hora después la historia iba a incorporar al imaginario social dos presencias incómodas, las sombras furtivas que había registrado la mujer en aquel instante de muerte como los partícipes necesarios del hecho: el supuesto dúo de anarquistas montenegrinos en el rol de autores materiales del atentado.
Esta imagen alcanzó una densidad fantasmagórica, y quizá por ello -por la desmesura que llevaba implícita el atentado en sí mismo, pues venía a romper el molde moral angélico de la aldea de entonces, a la que le era imposible concebir el acto criminal de tirar la Piedra a través de la mano humana-, esta imagen, decíamos, no tuvo correspondencia con la actitud inmediata de las autoridades comunales tras el derrumbe".
Elías El Hage y Pomy Levy, (2007), "La Piedra Viva". Tandil | Argentina.
Fragmento.